The Catcher in the Rye
(El guardián entre el centeno)
de J. D. Salinger
Traducción de: Carmen Criado
Fecha original de publicación: 1951
No sé si Holden Caulfield, el joven protagonista de esta novela, tenía un
manual titulado Crítica a la pedantería
pura. No lo sé. Vaya, lo dudo. Pero capítulo a capítulo desenmascara, con
la gracia que le caracteriza, esta enfermedad humana que hace años vemos, oímos
y sufrimos. Allí van algunos dardos de
este manual imaginario:
1.
PARA UN SECTOR DEL PÚBLICO DE TEATRO
‹‹ Al final del primer acto
salimos con todos los cretinos del público a fumar un cigarrillo. ¡Vaya
colección! En mi vida había visto tanto farsante junto, todos fumando como
cosacos y comentando la obra en voz muy alta para que los que estaban a su
alrededor se dieran cuenta de lo listos que eran. ››
2.
PARA ALGÚN
ESPECTADOR CONCRETO DE ESTE SECTOR DEL PÚBLICO DE TEATRO
‹‹ Era uno de esos tíos que
para perorar necesita unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y
aterrizó en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le
rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí
no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles!
¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La conversación
más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en algún sitio a la mayor
velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de alguien que vivía allí,
lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nuestras butacas tenía unas náuseas
horrorosas. De verdad. En el segundo entreacto continuaron la conversación. Siguieron
pensando en más sitios y en más nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía
una de esas voces típicas de la Universidad del Este, como muy cansada, muy
snob. Parecía una chica. Al muy cabrón le importaba un rábano que Sally fuera
mi pareja. Cuando acabó la función creí que iba a meterse con nosotros en el
taxi porque nos acompaño como dos manzanas, pero por suerte dijo que había
quedado con unos amigos para ir a tomar unas copas. Me los imaginé a todos
sentados en un bar con sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y
mujeres con esa voz snob que sacan. Me revientan esos tipos. ››
Pero aparte de hacer de la desesperación la cuna del humor afilado de
Holden, Salinger nos lo presenta como un joven rebelde y a la vez sensible; su visión
de la vida es más profunda de lo que parece. El humor es el escudo, el
antídoto. Pero la enfermedad está. La realidad no cambia. Y Caulfield y su
creador lo saben. Por eso se burlan, lanzando un dardo tras otro, en las
brechas que cuelgan del maquillaje que lo envuelve todo. Para mí, El guardián entre el centeno,
se ha convertido en algo similar a un grito. Un grito, aunque apagado, a favor
de las libertades juveniles que, con los años, son segadas, como a un árbol al
que cortan las raíces que se alejan de
su parcela.
‹‹ Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo
de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos.
Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que
los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo
salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo ››,
dice Caulfield. Que queden personas, pues, con esta vela oscilante en sus
palabras, esperando encima de un abismo y aguardando para evitar las posibles
caídas de los transeúntes que pasean por campos de centeno, es, y seguirá siendo,
poesía. Pero por encima de todo, una necesidad.
Se trata de un hermoso
intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.