divendres, 20 d’abril del 2012

El proceso, Franz Kafka (II)


“Ante la ley hay un guardián. A este guardián se acerca un hombre del campo y le pide que le permita entrar en la ley. Pero el guardián dice que ahora no puede concederle la entrada. El hombre reflexiona y luego pregunta si podrá entrar más tarde. “Es posible”, dice el guardián, “pero no ahora”. Como la puerta de la ley está abierta como siempre y el guardián se echa a un lado, el hombre se agacha para ver el interior a través de la puerta. Al notarlo el guardián, se ríe y dice: “Si tanto te atrae, anda, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta una cosa: Soy poderoso. Y sólo soy el más bajo de los guardianes. Pero entre una sala y otra, hay también guardianes, y cada uno de ellos es más poderoso que el anterior. Ni yo mismo puedo soportar la simple visión del tercero de ellos”. El hombre del campo no esperaba tales dificultades. La ley debe ser siempre accesible y estar abierta a todos, piensa. Pero entonces, al observar más detenidamente al guardián envuelto en su capote de pieles, su gran nariz puntiaguda, la barba de tártaro, larga, negra y estrecha, decide que es mejor esperar hasta que le den permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que se siente a uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Efectúa muchos intentos para que le dejen entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. El guardián se enzarza a menudo con él en breves interrogatorios; le pregunta por su tierra y por otras muchas cosas, pero se trata de preguntas indiferentes, como las formulan los grandes señores y, para acabar, le dice siempre que no puede permitirle la entrada. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para su viaje, las utiliza todas, por valiosas que sean, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero dice: “Lo acepto únicamente para que no creas que has omitido nada”. Durante los muchos años que van pasando, el hombre observa al guardián casi sin interrupción. Se olvida de los restantes guardianes, y le parece que éste, el primero, es el único obstáculo para la entrada en la ley. Durante los primeros años, maldice en voz alta la desgraciada casualidad, pero luego, al envejecer, ya sólo refunfuña entre dientes. Chochea, y como, por haberse pasado tantos años examinando al guardián, ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, suplica también a las pulgas que le ayuden y hagan cambiar de opinión al guardián. Finalmente, la vista se va debilitando y no sabe si realmente está oscureciendo a su alrededor o si le engañan sus ojos. Pero entonces distingue en la oscuridad un resplandor inextinguible que sale de la puerta de la ley. Ya no vivirá mucho. Antes de su muerte, se acumulan en su cabeza todas las experiencias de todos aquellos años y forman una pregunta que aún no había formulado nunca al guardián. Le hace una seña, porque ya no puede levantar su cuerpo yerto. El guardián tiene que inclinarse mucho, porque la diferencia de estatura se ha hecho mucho mayor, en perjuicio del hombre de campo. “¿Qué más quieres saber?, pregunta el guardián. “Eres insaciable”. “Todo el mundo se esfuerza para llegar a la ley”, dice el hombre, “¿cómo es posible entonces que, durante tantos años, nadie haya pedido la entrada más que yo?. El guardián se da cuenta de que el hombre está cerca de su fin, y para que las palabras lleguen a su oído, que se extingue, le grita con fuerza: “Por aquí no podía tener acceso nadie más que tú, porque esta entrada estaba destinada sólo a ti. Ahora me voy y la cierro” (Fragmento de El proceso, Alianza, 2011, p. 262-264)

En la versión cinematográfica de El proceso Orson Welles comienza con esta historia (minuto 1:07). La historia aparece en la novela y la narra un sacerdote a Joseph K. En ella se esconde ─como todo en Kafka─ un simbolismo detrás. 

El proceso, Orson Wells, 1962